El abuso sexual.

El poder del lenguaje en la prevención y sanación.
Mi esposo me violó.
Laura, 40 años
Mi hermanastro tocó mis genitales, teniendo yo 12 años y él 18.
Elisa, 15 años
Mi papá, que es médico holístico, me pidió que le enviara fotos de mi vulva.
Julia, 32 años
Mi cuñado, queriendo dar una lección, me besó a la fuerza y forcejeó con mi camisa hasta romperla.
Anna, 16 años
En un bar se me acercó un hombre y me obligó a besarlo, tocándome a la vez mis pechos.
Clara, 17 años

Contar en voz alta la propia historia de abuso sexual es un proceso difícil y doloroso. Sin embargo, hoy en día es más frecuente que en otras épocas escuchar este tipo de testimonios. No porque antes no existieran víctimas y abusadores, sino porque poco a poco estamos aprendiendo la importancia para la propia sanación de exponer las circunstancias y los sucesos que nos causan dolor. Mientras más conscientes somos como comunidad de la frecuencia y gravedad de los abusos, más podemos hacer para sanar el futuro.
En años recientes, tras la viralización del movimiento #MeToo hemos comenzado a entender que estos sucesos son, tristemente, mucho más comunes de lo que creíamos décadas atrás. No es un hecho aislado que le pasó a una chica que caminaba de noche en la calle, no se refiere únicamente a la penetración forzada bajo amenaza de muerte y no siempre se denuncia inmediatamente ante las autoridades. Puede suceder entre familiares, grupos de amigos, en congregaciones religiosas, en el trabajo y tras las puertas de la alcoba matrimonial. Ocurre entre los ricos y famosos, así como entre personas comunes, creando heridas físicas y emocionales tan profundas como duraderas para quienes lo han sufrido.
La mayoría de nosotros hemos escuchado al menos una vez acerca de alguien cercano o de algún famoso que ha sobrevivido a delitos, crímenes, algún tipo de violencia o abuso sexual. Pero ¿De qué hablamos exactamente?
Abuso sexual ¿Qué es y cómo puede ocurrir? ¿Lo castiga la ley?
El abuso sexual es un término amplio, que abarca palabras, acciones y negligencias. Cuando lo empleamos en la cotidianeidad, se entiende como cualquier acto que perjudique la libertad y seguridad sexual. Pueden ser palabras violentas o acoso callejero; toqueteo no consentido de los genitales, nalgas o pechos de otra persona; solicitud o difusión no consentida de imágenes o contenido de connotación sexual; cualquier tipo de amenaza, extorsión o coerción que implique actos sexuales; besos o actos sexuales forzados; delitos de índole sexual tipificados en la ley y un largo etcétera. Todas esas conductas y actos son inapropiados, humillantes y desde todo punto de vista perjudiciales para quien los sufre.
La palabra abuso proviene del latín abuteris, se refiere al hecho de usar indiscriminadamente, servirse de algo hasta agotarlo y consumirlo. Los romanos también utilizaban la palabra para designar el uso de algo con “sentido cambiado” o “erróneo”, distinto del propósito para el que fue creado. Se trata, etimológicamente, de un exceso de uso o del uso inapropiado de algo. Podríamos decir entonces, que el abuso sexual es cualquier uso injusto, cualquier clase de explotación y cualquier vulneración de la integridad sexual de alguien, empleando o no la violencia física.
En las leyes de distintos países el abuso sexual se tipifica como un delito y, en consecuencia, es punible. Sin embargo, la definición legal de abuso sexual varía entre los diferentes códigos penales, por lo que queda en un terreno ambiguo. Muchos actos sexualmente abusivos, que dañan a las víctimas y afectan su autoestima, no ameritan sentencias largas o son difíciles de probar en un juzgado. Este es uno de los motivos por los cuales quienes han sido abusados optan por guardar silencio.
El abuso sexual puede realizarse con la intención expresa de dañar al otro por parte del victimario. También puede comenzar sin intención de perjudicar en un primer momento, pero volverse repetitivo y constante, sin que quien lo lleva a cabo tome en consideración el sufrimiento y humillación que puede estar experimentando la otra persona. Cuando se cosifica al otro, se concede el permiso de “abusar”, es decir, de usar indiscriminadamente el cuerpo y la integridad ajena para el propio placer.
Los delitos y abusos sexuales son motivados por la necesidad de ejercer poder ante quienes los perpetradores no toman como iguales. Por ello las víctimas recurrentes son los más vulnerables: mujeres, niños y miembros de la comunidad LGBTI. Especialmente quienes pertenecen a minorías racializadas, inmigrantes y todas aquellas personas que de alguna forma se encuentren en una situación de vulnerabilidad.
La dinámica entre víctimas y victimarios se da dentro de relaciones en las que, por alguna u otra circunstancia, hay un desbalance de poder. Aquellos que necesitan un trabajo frente a un empleador, los niños y adolescentes frente a familiares de edad más avanzada, esposas y novias frente a sus parejas en culturas donde el hombre dicta la pauta de la vida hogareña, alumnos frente a profesores y maestros, civiles frente a militares y miembros del cuerpo policial… El abuso sexual está íntimamente ligado a la violencia de género y al machismo internalizado.
Tan solo en Latinoamérica se estima que más de 6 millones de niños y adolescentes son víctimas de crímenes sexuales hoy en día. En el mundo, según estadísticas de 2014 publicadas por UNICEF, 1 de cada 10 niñas y adolescentes han tenido relaciones sexuales forzadas con alguien mayor. Y 1 de cada 3 jóvenes de entre 15 y 19 años ha sido maltratada emocional, física o sexualmente por sus parejas.
Hoy sabemos que el abuso sexual no discrimina y que es un mal arraigado en entornos donde hay desigualdades, de los que todos hemos participado o podemos participar. Para quienes han sido víctimas, sacar a la luz el abuso y sanar emocionalmente es necesario en pos de evitar que las situaciones se repliquen.
Lo que ocurre detrás del silencio.
Las consecuencias de un abuso sexual en quien lo ha sufrido son diversas y complejas. Se manifiestan en diferentes ámbitos de la vida personal, porque el cuerpo y el alma han sufrido una herida que reclama ser atendida, aunque no se encuentre visible. No siempre las personas abusadas sexualmente tienen plena consciencia de ello. Especialmente cuando lo viven en un ambiente que encubre o decide ignorar abusos de todo tipo, normalizándolos y rechazando al que denuncia más que al agresor. Por ejemplo en escuelas, universidades, entornos laborales y comunidades, en los que se tolera el acoso y la violencia verbal, incluso física, bajo la premisa de que “si no se nombra, no ocurrió”. Porque en efecto, lo que no podemos nombrar no existe en nuestra mente.
Dentro de grupos humanos fieles a cánones culturales o religiosos muy estrictos, en los que el hombre es el proveedor material y tiene autoridad plena sobre su pareja e hijos, puede ser más difícil reconocer y nombrar un abuso. Aun cuando se reconoce, es frecuente que se calle por temor al conflicto y a la exposición pública. Estudios indican que más del 70% de los abusos sexuales se llevan a cabo dentro de la familia y en menos del 15% de los casos el perpetrador es un completo desconocido.
Muchas veces cuando un niño, una mujer e incluso un hombre en situación vulnerable son abusados por un familiar, se les amenaza de diversas formas con el propósito de que guarde silencio. Estas amenazas pueden ir desde “nadie te va a creer”, “tú lo provocaste”, “lo deseabas” y “lo mereces”, hasta la promesa de daños físicos a la misma víctima o a personas cercanas. Con esto se pretende que el abusado sienta culpa, miedo y vergüenza ante el hecho y opte por “barrerlo bajo la alfombra”, volviéndose así un cómplice pasivo de su propio abuso.
Las personas pueden tardar años en hacerse conscientes de traumas sexuales sufridos en la infancia y juventud. Pero la negación no borra la herida. Según datos de la OMS, los actos de violencia sufridos en una etapa vulnerable de la vida repercuten en la salud física y emocional a largo plazo.
La vida sexual se ve directamente impactada, pues un abuso sexual implica el uso indiscriminado del sexo para establecer dinámicas de poder dañinas. En consecuencia se distorsionan las ideas sobre el sexo y sobre el cuerpo propio. Entre la víctima y el victimario se impone una relación de poder en la que uno es sometido por el otro, cosificado y humillado a través de actos sexuales o palabras. Se trastorna así el vínculo sagrado que existe entre el sexo y la energía vital.
Cuando se comete un abuso sexual se instalan, tanto en la víctima como en el victimario, creencias limitantes perjudiciales respecto al sexo y al placer. Estas estan relacionadas a ideas como que el sexo hace daño, que es una herramienta de control, que el placer se obtiene de determinada manera, etc. Inconscientemente se buscará repetir una y otra vez la situación de abuso, atrayendo futuras parejas sexuales que confirmen aquello que se cree y que existe a nivel energético. Estas creencias limitantes pueden desencadenar más abusos y parafilias.
Es común que víctimas de abuso o violencia sexual tengan dificultad para sentir placer y alcanzar el orgasmo, por lo cual manifiesten poco interés en el sexo. O, por el contrario, se conviertan en personas con un deseo aparentemente insaciable, incapaces de encontrar una real satisfacción emocional en el encuentro sexual. Si un miembro de la comunidad LGBTI es abusado por ello, puede en adelante negar su orientación sexual y su género, ocasionándole gran sufrimiento. Son muchas las formas en que el trauma aflora y se hace presente en la vida del abusado, del abusador y en el entorno en que sucedió.
Sanar empieza con palabras.
Aunque en muchos casos ignorar lo sucedido parezca más sencillo, romper el silencio es imprescindible para poder sanar y a la vez evitar que el abuso se repita. En este sentido, es mejor mientras más pronto se saque a la luz el abuso y se tomen medidas en pos de restaurar la salud física y emocional de la víctima. En este proceso el apoyo de un terapeuta, asesor o coach experto en sexualidad y de una red de familiares y amigos cercanos es fundamental. Debemos insistir en que un abuso sexual nunca es culpa de la víctima y en que cada persona es sagrada.
De la misma manera, es labor de todos como sociedad dar importancia a los abusos de todo tipo, en especial al acoso y abusos sexuales. Creando una cultura de respeto y denunciando entornos abusivos, podemos ayudar a prevenir. Cuando una víctima de este tipo de hechos puede hablar de ello en un espacio seguro y se siente escuchada, resulta más fácil erradicar la creencia “no soy importante”, que debe ser cambiada por afirmaciones como “soy importante”, “mi dolor cuenta”, “no soy responsable de mi abuso, pero sí de mis acciones futuras”. Este punto es importante porque a través de su propia voz, quienes han sido abusados pueden reconocer que a pesar de lo sufrido siguen siendo poderosos y responsables de sí mismos.
El lenguaje tiene poder creador y transformador, y es una de las premisas en cualquier trabajo sexontológico, pues está directamente ligado a los pensamientos. Las palabras son llaves que pueden modificar creencias, expresar deseos y poner límites. Al sustituir una creencia limitante por una más positiva, esto se traduce en un cambio de actitud hacia determinadas circunstancias. Somos capaces de decir “No”, palabra tan necesaria y sana en nuestras relaciones con familiares, parejas, colegas y amigos. Cuando damos el justo valor a una afirmación, petición y negación, también nos convertimos en buenos oyentes, que entienden y respetan los límites impuestos por el otro.
La resiliencia en psicología y espiritualidad es la capacidad de resistir la adversidad. Implica además la posibilidad de reconocer y sanar heridas emocionales que transformaron nuestras vidas. No significa negar el trauma, sino ganar en fortaleza frente a él. El camino hacia la recuperación pasa por la transmutación del dolor en paz, herramientas y aprendizajes. Es diferente para cada persona, pero el lenguaje y las creencias tienen un papel esencial.